En 1922, el arqueólogo británico Howard Carter traspasó el milenario umbral de la tumba del faraón Tutankamón, dando pie a uno de los hallazgos arqueológicos más notorios de la historia. Pasaría tan solo una década para que, en 1932, un nuevo descubrimiento maravillara al mundo: el de la Tumba 7 de Monte Albán, en Oaxaca.

Tras la difusión de las primeras imágenes del sepulcro, fue cuestión de tiempo para que los periódicos iniciaran la comparación entre ambos casos. Incluso, en la prensa de la época se llegó a decir que maldiciones similares a las que recaerían sobre Carter llegarían al descubridor de la tumba oaxaqueña, Alfonso Caso Andrade.

Tal bulo nunca sucedió, ya que Caso y un equipo de connotados arqueólogos que se convertirían en los primeros investigadores del Instituto Nacional de Antropología e Historia (INAH), fundado en 1939, continuaron estudiando las ofrendas de oro y plata, así como los restos óseos y la arquitectura de la tumba, por 30 años más.

En un conversatorio digital, organizado para conmemorar el 89 aniversario del descubrimiento de la Tumba 7, Nelly Robles García, investigadora del Centro INAH Oaxaca, expuso que el trabajo hecho en los años 30 fue tan riguroso que no solo puso a la arqueología de México en el mapa internacional, sino que hasta hoy es tomado como referencia.

En el marco de la campaña “Contigo en la distancia”, de la Secretaría de Cultura, la arqueóloga ejemplificó lo anterior con el caso de las dos ocupaciones que Alfonso Caso planteó para la tumba —una zapoteca y una mixteca—, mismas que en 2013 se corroboraron con estudios hechos por investigadores de la Universidad de Harvard, precisando que la primera ocurrió entre los años 401 y 601 d.C., y la segunda entre 1200 y 1400 d.C.

No obstante, agregó, aún quedan lecturas por hacer de la tumba, siendo una de ellas la que presentaron los académicos de la Universidad de Leiden, en los Países Bajos, Maarten Jansen y Gabina Pérez Jiménez, quienes expusieron una hipótesis acerca del cómo la Tumba 7 habría sido un dzoco yeque (sepultura de señores, en mixteco) que debió funcionar en paralelo a la Tumba 1 de Zaachila.

También ubicada en Oaxaca, Zaachila (o Teozapotlan) fue una urbe que se hizo con el control de Monte Albán, hacia la época de la segunda ocupación de esta última ciudad. Incluso, dijo Jansen, la relación entre ambas tumbas había sido propuesta por el propio Alfonso Caso, quien afirmó que el mismo orfebre que elaboró las piezas metálicas de la Tumba 7, había trabajado los adornos de la Tumba 1 de Zaachila.

El investigador refirió además que en documentos como la Relación Geográfica de Zaachila, un documento de 1580, se explica el origen de la presencia mixteca en esta geografía zapoteca, mencionando el matrimonio “de un señor (rey) de Zaachila —leído en las fuentes como 5-Flor— con una señora (princesa) mixteca —Iyadzehe Qui-sayu Tedzaandodzo (Señora 4-Conejo)—, que tuvo lugar poco antes del año 1280”.

Así, conociendo que la Tumba 1 de Zaachila estaba dedicada al Señor 5-Flor, la hipótesis presentada por los académicos es que la Tumba 7, muy probablemente aloja los restos de la Señora 4-Conejo, quien habría sido depositada en Monte Albán, a la manera de un envoltorio sagrado, junto con otros de sus ancestros mixtecos.

Otra pista de esta teoría está, agregó Jansen, en el ‘Hueso 124’, el único texto histórico detallado que puede leerse dentro de la Tumba 7. En este fragmento óseo tallado, se describe cómo el Señor 5-Flor visitó el “Templo Subterráneo de La Joya” —nombre que, quizá, pudo tener la Tumba 7— para pedir el consejo o el consentimiento de la difunta Señora 4-Conejo y de otros ancestros para el matrimonio de su nieta, la Señora 6-Agua, con el Señor 4-Agua, a su vez hijo del rey de Tilantongo.

Como conclusión de la jornada de conferencias, en la que también participaron los investigadores del Instituto de Investigaciones Antropológicas de la UNAM y de la Zona Arqueológica de Monte Albán, Edith Ortiz Díaz y Leónides Rodríguez Muñoz, respectivamente, la doctora Nelly Robles hizo hincapié en el vínculo que une al descubrimiento de la Tumba 7, en 1932, con Alfonso Caso.

“Son nombres que para siempre irán juntos”, finalizó la investigadora al encomiar la mentalidad pionera del arqueólogo quien también fue fundador y el primer director del INAH.