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El 14 de octubre de 2023, aproximadamente a las 11:30 de la mañana, un eclipse anular hará que en Campeche y la península de Yucatán se forme un aro de fuego alrededor de la Luna y que el cielo se oscurezca.

Mientras que el 8 de abril de 2024 (cinco meses y 22 días después­) tendremos otro en México, ahora total, que ocasionará que en Sinaloa, Durango y Coahuila la luz solar se esfume del todo y que, durante poco más de cuatro minutos, se haga de noche en pleno día.

Los griegos llamaban a este fenómeno ἔκλειψις o ‘desaparición’, y los mayas le decían pa’al k’in, o ‘Sol roto’. “Aunque los hemos estudiado desde tiempos antiguos, los eclipses nos maravillan hoy tal y como antes”, señala el doctor José Franco, del Instituto de Astronomía de la UNAM, quien recuerda que vio el primero el 7 de marzo de 1970 cuando cursaba la licenciatura en Física; viajó al pueblo oaxaqueño de Miahuatlán para disfrutar del evento. “He presenciado muchos más desde entonces y aún me siguen asombrando”.

¿Pero cómo es posible que un objeto tan relativamente pequeño como la Luna pueda tapar al Sol, en especial si consideramos que este es tan voluminoso que, en su interior, ella cabría aproximadamente 65 millones de veces?

Lo que sucede —explica el profesor Franco— es que en el firmamento ambos parecen de tamaño idéntico. Esto se debe a que, aunque nuestro satélite posee un diámetro 400 veces menor al del astro, también está 400 veces más cerca.

Es como si colocáramos a lo lejos un balón de soccer, tomáramos una canica entre nuestro pulgar e índice y la acercáramos a nuestro ojo justo hasta el punto donde esta luce igual de grande que la pelota. A este delicado balance entre dimensión y percepción se le denomina diámetro angular y es lo que permite a la Luna ocultar al Sol, casi de manera exacta, al transitar frente a él.

“Sin embargo, la órbita lunar es una elipse elongada y no un círculo perfecto y eso hace que unas veces se encuentre más lejos y otras más cerca de la Tierra y, por lo mismo, si la Luna se cruza con el Sol cuando está en una posición distante su tamaño aparente será menor al del astro y casi lo tapará, mas no del todo, y dará la impresión de tener un halo luminoso por encima de su contorno: a esto se le llama eclipse anular. Por el contrario, si ella pasa por enfrente cuando está en una posición cercana, ocultará al disco solar de forma completa, el cielo se oscurecerá cual si fuese noche, habrá estrellas y tendremos uno total”.

El astrofísico Neil deGrasse Tyson alguna vez llamó a este fenómeno “un espectáculo cósmico que todos deberíamos experimentar al menos una vez en la vida”. De hecho, en una serie de tuits donde especulaba sobre aquello que nos perderíamos como humanidad de no haber una luna en los cielos, escribía:

“No tendríamos hombres lobo ni el álbum The Dark Side of the Moon, de Pink Floyd”, pero lo más grave —ponía en lo más alto de su listado— es que no sabríamos qué son los eclipses y desconoceríamos todas las emociones que son capaces de despertar.

Bajo la sombra de la Luna

Si viajáramos al espacio justo cuando la Luna se interpone entre el Sol y la Tierra no sólo observaríamos al satélite proyectar su sombra sobre una porción muy reducida del globo terráqueo, también —como el orbe gira— miraríamos a dicha silueta desplazarse hasta cubrir una zona muy alargada, cual si fuese un listón con diversos tonos de grises. A esa línea se le llama “camino de umbra y penumbra”, y es la oscuridad momentánea que el eclipse va generando a su paso.

Y si nos colocásemos al centro de esa franja, justo donde el gris es más intenso (zona de umbra) veríamos al fenómeno en plenitud. De ubicarnos en alguna de las regiones laterales y más claras de esa grisalla (área de penumbra) lo apreciaríamos de manera parcial.

camino de umbra. “Lo más seguro es que estemos con la gente dando instrucciones sobre cómo observar este fenómeno de forma segura, aunque llegado el momento me daré un respiro para disfrutar la experiencia de ver cómo todo se oscurece y seré un espectador más”.

En el origen mismo de la historia

El eclipse más antiguo del que se tiene registro ocurrió hace tres mil 245 años, el 5 de marzo del 1223 a. C., en la ciudad de Ugarit, y de ello da cuenta una tablilla hallada por arqueólogos en la actual Siria. En las inscripciones talladas sobre el objeto de arcilla puede leerse: “En el día de Luna Nueva, del mes de hiyaru, el Sol se escondió avergonzado”.

Más que algo anecdótico, este dato es fuente de información valiosa, pues además de evidenciar que en los últimos tres mil años la rotación terrestre se ha modificado poco o nada, a nivel antropológico demuestra que, desde el inicio mismo de la historia, el humano comenzó a consignar los fenómenos astronómicos y a intentar explicarlos.

El cambio entre lo que llamamos prehistoria e historia corresponde al momento en el cual se inventa la escritura, comenta el profesor Franco. “Desde el instante en el que el hombre aprendió a escribir comenzó a llevar registro de todo: tanto de lo sucedido en sus ciudades como en el firmamento. El cielo es el principio del conocimiento y, de alguna forma, la historia de la astronomía es también la historia de la civilización”.

Por ello, al investigador no le sorprende que sabios de culturas distantes y sin contacto entre sí llegaran a conclusiones idénticas por diferentes vías, tal y como planteaba Augusto Monterroso en uno de sus cuentos, donde un fraile, tras leer a los filósofos griegos, busca impresionar a un grupo de indígenas guatemaltecos presumiendo que sabe cuándo el Sol se oscurecerá, sólo para terminar sobre una piedra sacrificial al tiempo que uno de sus ejecutores recita “una por una, las infinitas fechas en que se producirían eclipses solares y lunares, que los astrónomos mayas habían previsto y anotado en códices sin ayuda de Aristóteles”.

Fue un eclipse de Sol a media batalla, señalaba Heródoto, el que detuvo la guerra entre medos y lidios el 28 de mayo del 585 a. C., y es probable que fuera otro eclipse, el 21 de abril del 1325 d. C., el que diera a los aztecas la señal definitiva para fundar la ciudad de México-Tenochtitlan a mitad de un lago, como sugiere el astroarqueólogo Jesús Galindo, del Instituto de Investigaciones Estéticas de la UNAM. Ello muestra que, además de estar en el inicio mismo de la historia, estos fenómenos podrían ser base y explicación de varios hechos históricos.

Decía Jorge Luis Borges, en su ensayo “Los cuatro ciclos”, que si comparamos los textos de antaño con los actuales veremos que el hombre siempre regresa a los temas que le han dejado huella. Alguien, en la antigua ciudad de Ugarit, dejó constancia escrita, por primera vez, de su sorpresa al ver desaparecer al Sol, por lo que lo señalado por el poeta bonaerense debe ser cierto: hoy, a tres mil 245 años de distancia, seguimos escribiendo de eclipses porque no hemos perdido el asombro.

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Por Veral

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